El Último Café
Javier revisó el reloj por tercera vez en menos de cinco minutos. La reunión con el cliente se había alargado y ahora llegaba tarde. Aceleró el paso, esquivando a la gente en la acera, con la mente ocupada en un correo pendiente que aún no había enviado.
Sentía la presión del tiempo sobre sus hombros, como un peso constante que no lo dejaba respirar.
El aroma al pan recién horneado y el café caliente flotaba en el aire cuando dobló la esquina. La cafetería donde su abuelo lo esperaba cada jueves seguía allí, inmutable, con su fachada de ladrillos rojos y el letrero gastado por los años.
A través de la ventana, distinguía su figura: encorvado, con su boina de siempre y una taza de café humeante entre las manos. Sus ojos vagaban por la calle con una calma que contrastaba con el ajetreo del exterior.
Desde que tenía memoria, esa cafetería había sido su punto de encuentro. Cuando era niño, su abuelo lo llevaba después de la escuela para compartir un chocolate caliente y escuchar sus historias del día. El lugar olía siempre a vainilla y especias, y el tintineo de las tazas contra los platillos creaba una melodía familiar y reconfortante.
Con el tiempo, la tradición se mantuvo, aunque el chocolate dio paso al café y las conversaciones infantiles se transformaron en charlas sobre la vida.
Para su abuelo, esos encuentros eran sagrados. Para Javier, en cambio, se habían convertido en un compromiso más dentro de su apretada agenda. Sentía que el tiempo no le alcanzaba, que siempre había algo urgente que atender. Pero su abuelo insistía, y él no tenía el corazón para negarse.
Entró apresurado, con los hombros tensos y la respiración entrecortada por la caminata rápida.
—¡Abuelo, lo siento! Se alargó la reunión y…
El anciano sonrió con paciencia. Sus ojos reflejaban la misma serenidad de siempre, y sus manos arrugadas sostenían la taza con una delicadeza que parecía evitar que el tiempo se le escapara de entre los dedos.
—No pasa nada, hijo. Estás aquí, eso es lo importante.
Javier se sentó y tomó aire. Su mente seguía en el correo pendiente, en la lista de tareas del día siguiente, en los informes que debía entregar antes del lunes. Todo parecía demandar su atención, y le costaba dejar esos pensamientos de lado.
El abuelo removió su café con calma, observándolo con una mirada que Javier conocía bien. No era de reproche, sino de comprensión. Como si pudiera ver más allá de su apuro y entender el torbellino en el que vivía su nieto.
—Dime, Javi, ¿qué tal ha ido tu día?

—Agotador. No tengo tiempo para nada. Siempre corriendo, siempre con cosas por hacer.
El anciano asintió, tomando un sorbo de su café y dejando que el silencio entre ambos hablara antes de responder.
—Entiendo. Yo también pasé años así.
Hizo una pausa y miró a Javier con interés antes de continuar:
—Cuando tenía tu edad, vivía atrapado en el trabajo. Me levantaba temprano, pasaba el día en la fábrica y llegaba a casa agotado. Pensaba que estaba construyendo un futuro seguro, pero en realidad estaba dejando que la vida pasara de largo sin darme cuenta.
Javier frunció el ceño. Sabía que su abuelo había trabajado toda su vida, pero nunca lo había escuchado hablar de esa manera.
—¿Y qué cambió? —preguntó, apoyando los codos sobre la mesa.
El anciano dejó la taza sobre el platillo con un leve tintineo y esbozó una sonrisa.
—Un día, un compañero me invitó a pescar. Yo nunca tenía tiempo para esas cosas, pero él insistió tanto que acepté. Nos fuimos temprano y pasamos la mañana en un lago hermoso. Yo estaba inquieto, pensando en todo lo que tenía que hacer. Pero él, en cambio, disfrutaba cada instante: la brisa, el sonido del agua, el reflejo del sol.
Javier lo observó con atención, intrigado.
—¿Y qué pasó después?
—En un momento, mi compañero me miró y me dijo: “¿Te das cuenta de que estás aquí, pero en realidad no estás?”. Me tomó por sorpresa. Yo estaba físicamente en el lago, pero mi mente estaba atrapada en listas de pendientes, en problemas del trabajo, en preocupaciones por el mañana. Fue entonces cuando me di cuenta de que nunca estaba presente en nada de lo que hacía.
Javier bajó la mirada hacia su café, sintiendo que las palabras de su abuelo tenían más peso del que estaba dispuesto a admitir.
—Tiene sentido… aun así, es difícil. El mundo no se detiene. Hay responsabilidades, metas…
—Claro —dijo el abuelo—. Sin embargo, la clave no es dejarlo todo, sino aprender a estar presente en lo que haces. Si trabajas, trabaja con atención. Cuando hablas con alguien, escúchalo de verdad. Si caminas, siente cada paso.
Javier miró su taza de café. Siempre lo bebía apresurado, sin notar su sabor. Levantó la taza y tomó un sorbo con calma. Por primera vez en mucho tiempo, prestó atención a la textura, el aroma, al calor en sus manos.
—¿Sabes, abuelo? Creo que nunca había disfrutado realmente un café.
El anciano sonrió.
—Entonces hoy has aprendido algo importante.
Se quedaron en silencio un momento. Esta vez, Javier no revisó su reloj.
—Voy a intentar vivir más en el presente —dijo Javier al fin.
El abuelo escuchó.
—No lo intentes. Hazlo.
Javier sonrió.
Esa fue la última vez que tomaron un café juntos. Su abuelo falleció poco después, antes de que pudieran reunirse nuevamente. Pero su enseñanza nunca lo abandonó. Desde aquel día, Javier aprendió a disfrutar cada momento, porque entendió que el presente es lo único que realmente tenemos.
Pasaron los años y Javier aplicó aquella lección a su vida. Comenzó a notar los pequeños detalles: el sonido de la lluvia golpeando la ventana, el crujir de las hojas bajo sus pies en otoño, el abrazo de un ser querido.

Una tarde, muchos años después, entró a la misma cafetería con su hijo. Se sentaron en la misma mesa donde solía reunirse con su abuelo. Mientras el niño revolvía su chocolate caliente, Javier tomó su taza de café y cerró los ojos por un momento, recordando la lección de su abuelo.
—Papá, ¿por qué sonríes? —preguntó su hijo, mirándolo con curiosidad.
Javier abrió los ojos y le dedicó una sonrisa cálida.
—Porque estoy aquí, contigo. Y no hay otro lugar en el que quisiera estar.
El niño sonrió y siguió disfrutando su chocolate. Y en ese instante, Javier confirmó que su abuelo tenía razón: la vida sucede en el ahora.
Cada vez que tomaba un café, cerraba los ojos y sonreía.
Pero ahora sí estaba presente.
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