Mateo se escondía tras las piernas de su mamá, apretando la tela de su falda con manos pequeñas y temblorosas. Apenas asomaba la nariz para observar el bullicio del taller de arte. Las risas y el golpe rítmico de los pinceles sobre los lienzos llenaban el aire, mezclándose con el aroma fresco de la pintura y el papel.
—Vamos, Mateo —dijo su mamá con una sonrisa suave mientras se agachaba para mirarlo a los ojos—. No tengas miedo. Mira, podrías hacer algo hermoso aquí.
Mateo negó con la cabeza, sus ojos grandes y oscuros reflejaban la duda. Siempre había sido difícil para él relacionarse con otros niños. Sentía que las palabras se enredaban en su garganta, y sus mejillas ardían como si el sol las abrazara.
—Mira —señaló su mamá hacia una niña que pintaba con entusiasmo—. Ella es Sofía. Parece que está creando un jardín mágico. ¿Te gustaría pintar uno también?
Mateo levantó la mirada. Observó a Sofía, cuyo cabello rubio caía sobre sus hombros mientras movía el pincel con la confianza de quien conoce un secreto. Estaba tan concentrada que no notó la presencia de Mateo. Su lienzo vibraba con colores vivos que parecían bailar entre sí.
Con un suspiro profundo, Mateo soltó la falda de su mamá y dio un paso tímido hacia un caballete vacío. Su mamá lo acarició suavemente en la espalda.
—Eres valiente, campeón. Estaré aquí cerca si me necesitas.
Mateo tomó un pincel, sopesándolo como si fuera algo frágil y poderoso a la vez. Lo hundió en un frasco de pintura azul, viendo cómo el color atrapaba la luz. Al principio, sus trazos eran pequeños e inseguros, pero poco a poco su mano empezó a moverse con más fluidez. El pincel bailaba sobre el lienzo, dejando atrás un mar profundo y tranquilo.
—¡Ese azul es precioso! —dijo una voz a su lado.
Mateo se sobresaltó y giró la cabeza. Era Sofía, que lo miraba con una sonrisa curiosa y amable.
—Gracias —murmuró Mateo, sintiendo cómo sus mejillas se calentaban de nuevo.
—¿Qué estás pintando? —preguntó Sofía, inclinando un poco la cabeza para ver mejor.
—Un mar —contestó Mateo, esta vez con más seguridad.
—Me gusta —dijo Sofía, sus ojos brillaban de entusiasmo—. Parece un mar lleno de aventuras.
Mateo sonrió. Era la primera vez que alguien apreciaba su trabajo de esa manera. El calor que sentía ahora no era vergüenza, sino algo mucho más dulce.
—Estoy pintando un jardín con flores mágicas —dijo Sofía, mostrando su lienzo—. ¿Quieres ver?
Mateo asintió y se acercó. El jardín era un estallido de colores: rosas con pétalos dorados, árboles que parecían susurrar historias y un cielo que brillaba con estrellas de día.
—Es precioso —dijo Mateo, admirando cada detalle.
—Gracias —respondía Sofía con una sonrisa—. ¿Quieres pintar algunas flores en mi jardín?
Mateo dudó. Nunca había pintado con alguien más. Pero Sofía esperaba con una sonrisa que no admitía un “no” por respuesta.
—¡Claro! —respondió con una sonrisa tímida.
Y así, entre pinceladas y risas, Mateo y Sofía crearon un mundo compartido: un jardín lleno de flores que parecían respirar, un mar azul que reflejaba el cielo estrellado y caminos que invitaban a perderse en ellos. Mateo sintió cómo el miedo se esfumaba, reemplazado por una alegría que no había sentido antes.
Ese día descubrió que los colores no solo llenaban los lienzos, sino también los corazones. Pintar era divertido, pero lo más hermoso era que, entre trazos y palabras, podía encontrar amigos y sentirse fuerte.
—Gracias por invitarme a tu jardín —dijo Mateo al despedirse.
Sofía le guiñó un ojo.
—Siempre habrá un lugar para ti aquí.
El lienzo del mundo de Mateo nunca había sido tan grande ni tan brillante como ahora.
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