“Reiki para el insomnio: calma, descanso y renovación interior”.
Las agujas del reloj marcaban las tres y cuarto de la madrugada, cuando Carmen abrió los ojos por tercera vez en la noche. El ventilador del techo giraba lento, empujando el aire tibio de su apartamento en Miami.
A lo lejos, el sonido de un coche rompía el silencio, pero dentro de su hogar todo permanecía quieto. Demasiado quieto.
Se quedó inmóvil unos minutos, mirando el techo. No hacía falta mirar el reloj para saber la hora. Su cuerpo ya conocía esa rutina: dormirse temprano, despertarse a la medianoche, dar vueltas en la cama y contar las grietas del techo como si fueran estrellas.
El insomnio no pedía permiso ni daba explicaciones. Simplemente, llegaba, como una visita molesta que no se quería ir.
Carmen tenía 66 años y vivía sola desde hacía varios años. Su apartamento era pequeño, acogedor, lleno de plantas y libros que había ido acumulando a lo largo de su vida.
Había sido profesora en una escuela pública durante más de tres décadas. Los niños la adoraban. Tenía paciencia, voz dulce y un talento especial para calmar a los más inquietos. Pero hacía un año se había jubilado, y desde entonces, su vitalidad parecía haberse apagado.
Los primeros meses los disfrutó como unas vacaciones merecidas. Dormía sin alarma, desayunaba con calma, paseaba por el vecindario y leía novelas que había dejado pendientes por años.
Pero esa calma se fue tornando en una sensación extraña. Como si su vida, de pronto, hubiera perdido el ritmo. Ya no había correos urgentes, ni reuniones, ni niños con preguntas. Solo silencio.
Ese silencio, que durante el día se sentía como descanso, por las noches, se convertía en un peso. A veces intentaba leer, pero las palabras no se le quedaban.
Caminaba descalza por la casa, pasaba la mano por los lomos de los libros, se servía una infusión. En otras ocasiones ponía música suave, pero ni los violines ni las guitarras lograban acallar su mente. Pensaba en su hermana fallecida, en su exesposo, en los años que pasaron volando. Se preguntaba en qué momento su vida había cambiado tanto sin que ella se diera cuenta.
Las Noches de Insomnio
Esa noche, como tantas otras, se sentó al borde de la cama, suspiró hondo y fue hasta la cocina. Encendió la luz tenue y llenó una taza con agua caliente. No tenía sueño. Tampoco tenía hambre. Solo una sensación de estar flotando en medio de la confusión.
Apoyada contra la encimera, con las manos alrededor de la taza, Carmen cerró los ojos por un instante. No sabía qué buscaba, pero en su interior sentía que necesitaba un cambio. Una razón para volver a sentir paz. Una ayuda que le permitiera dormir… o, al menos, dejar de luchar contra la noche y el insomnio.
Últimamente, esa sensación de vacío se le pegaba al cuerpo como una sombra. No era solo el insomnio. Era todo lo que el insomnio traía con él: recuerdos, dudas, preguntas sin respuesta. Como si la noche se convirtiera en un espejo que le devolvía partes de su vida que había preferido dejar guardadas.
Pensaba en su hermana Elena, en su sonrisa y en la forma en que la abrazaba cuando las cosas iban mal. Habían sido inseparables, hasta que el cáncer se la llevó hace más de una década. Carmen nunca terminó de aceptar esa ausencia. Guardó las fotos, el perfume, las cartas, pero no encontró consuelo.
Luego pensaba en su matrimonio, en los años que compartió con Andrés. No fue un mal hombre, pero nunca estuvieron realmente conectados. Se separaron en silencio, sin dramas, como si todo lo vivido se hubiera evaporado con el tiempo. Una separación tranquila, pero con cicatrices invisibles.
A veces se preguntaba si había vivido la vida que quería. Si había dejado demasiadas cosas para después. Si el trabajo, que tanto amaba, también la había alejado de otras partes de sí misma. Había dado todo a los demás, pero ¿y ella? ¿Cuándo se cuidó a sí misma?
Durante el día, lograba distraerse. Salía a caminar, llamaba a alguna amiga, hacía las compras. Pero en las noches, sin el ruido del mundo, esas preguntas regresaban como olas. Y el insomnio era la orilla donde siempre rompían.
Probó muchas cosas para dormir. Infusiones de manzanilla y lavanda, audiolibros con voces suaves, meditaciones guiadas, pastillas naturales compradas en una tienda orgánica del barrio.
Al principio daba la impresión de que funcionaba, pero con el tiempo, todo volvía a lo mismo: despertarse en medio de la noche, con los ojos abiertos y el corazón inquieto.
Encendía la lámpara de la mesita de noche, leía un par de páginas de algún libro, volvía a apagarla. Respiraba hondo. Se decía: “tranquila, ya pasará”. Pero no pasaba. Lo peor no era no dormir. Era sentir que la noche la desarmaba en pedazos, que la enfrentaba a un pasado que seguía vivo dentro de ella.
Y en ese silencio, Carmen entendió que el insomnio no era el enemigo. Era el mensajero.
Una parte profunda de ella pedía ser escuchada. No era una inquietud que se calmara con té ni con pastillas. Era una herida abierta que necesitaba sanar.
El Encuentro con Lucía y la Introducción al Reiki
Una mañana, antes de que el sol calentara por completo las baldosas del jardín comunitario, Carmen salió con su taza de café en mano.

Era temprano, pero no había dormido más de tres horas. Caminó despacio entre las plantas, como si buscara en el verde algo de consuelo. Se sentó en una de las bancas junto a las buganvilias, cerró los ojos y soltó un suspiro largo, como si al fin pudiera dejar que el cansancio le bajara de los hombros.
—¿Otra noche difícil? —preguntó una voz conocida.
Era Lucía, su vecina del piso de abajo. Tenía unos diez años menos, el cabello rizado y una energía tranquila que Carmen siempre había admirado. Llevaba puesta ropa deportiva y sostenía una botella de agua entre las manos.
—Ni lo preguntes —respondió Carmen, forzando una sonrisa. —Empiezo a creer que dormir bien es un privilegio que ya no me toca.
Lucía se sentó a su lado con naturalidad. —A mí me pasaba lo mismo, ¿sabes? Insomnio, ansiedad, pensamientos dando vueltas toda la noche. Era agotador.
—¿Y cómo lo superaste? —preguntó Carmen, interesada.
—Empecé a ir a unas sesiones de Reiki —dijo Lucía con voz suave, casi como si revelara un secreto.
Carmen frunció el ceño. —¿Reiki? No tengo idea de qué es eso.
—Es un poco difícil de explicar —dijo Lucía—, pero te lo resumo así: el Reiki es una práctica que ayuda a equilibrar tu energía vital. La persona que te aplica Reiki no te da nada suyo, simplemente canaliza una energía que ya está en ti, para ayudarte a desbloquear tensiones, emociones estancadas o cansancio profundo.
Al principio no entendía nada, pero salía de ahí con una paz que no había sentido en años.
Carmen la miró con escepticismo. —¿Y eso realmente funciona?
—A mí me cambió. No de un día para otro, pero sí. Me ayudó a calmarme, a dormir, a soltar cosas que cargaba sin darme cuenta. —Lucía bebió un poco de agua y luego añadió—: Si quieres, puedo acompañarte. Hay una terapeuta cerca, se llama Sofía. Es un amor.
Carmen no respondió de inmediato. Miró su taza, luego el cielo que empezaba a aclararse. Parte de ella quería decir que no, que esas cosas no eran para ella. Pero otra parte, la misma que le hablaba en las madrugadas, susurraba que tal vez valía la pena intentar un camino diferente.
—Voy a pensarlo —dijo finalmente.
Esa misma noche, el insomnio volvió con más fuerza que nunca. Se despertó a las dos, luego a las tres y media, y finalmente se levantó a las cinco sin haber pegado ojo. La derrota la invadió. Decidió preparar un té, se sentó en la sala y se abrazó a sí misma en silencio.
Fue entonces cuando recordó las palabras de Lucía: “sentir una calma distinta, como si por dentro todo empezara a ordenarse.”
Sin pensarlo demasiado, tomó el teléfono y le envió un mensaje. “¿Cuándo es la próxima sesión?”
Lucía respondió al instante: “Mañana a las diez. Te paso la dirección. No tienes que ir sola.”
Carmen respiró hondo. No tenía claro qué iba a encontrar, pero una voz interior le decía que necesitaba dar un paso distinto.
Después de tanto tiempo, volvió a sentir una esperanza serena y posible.
Primera sesión de Reiki: El inicio de un Nuevo Camino
La mañana siguiente, Carmen se arregló con más cuidado de lo habitual. No era una cita ni una entrevista, pero quería presentarse con dignidad.
Cuando llegó al lugar, un pequeño centro de terapias en una calle tranquila, percibió un suave aroma a lavanda y una música de fondo que apenas se notaba. Todo en el ambiente invitaba a quedarse.
Sofía, la terapeuta, era una mujer de voz serena y ojos claros. Le dio la bienvenida con una sonrisa cálida y, con amabilidad, le explicó cómo sería su primera sesión.
Le dijo que no tenía que hacer nada complicado. Solo acostarse, cerrar los ojos y dejar que su cuerpo descansara.

Le explicó que durante la sesión iba a ir acercando sus manos a diferentes partes del cuerpo: la cabeza, los hombros, el pecho, el abdomen, las piernas, y que no aplicaría presión ni movimiento. Solo un contacto suave o, en algunos puntos, sin tocar directamente.
—Puede que sientas calor, cosquilleo, o simplemente relajación —le dijo—. Y si no sientes nada, también está bien. No se trata de forzar, sino de permitir. Cada persona lo vive de una manera distinta.
La energía, continuó Sofía, fluye a su propio ritmo. Y lo único que Carmen debía hacer era respirar con calma, sin expectativas. Era una invitación a soltar, a dejar que el cuerpo encontrara su propia forma de reorganizarse.
Al principio, Carmen pensó que no sentía nada. Solo silencio. Pero ese silencio era distinto al que vivía en su casa. Era un silencio que no pesaba, que no juzgaba.
Poco a poco, su respiración se volvió más lenta. Sintió algo parecido a un cosquilleo en el pecho y luego una sensación de alivio, como si una piedra se aflojara por dentro.
Cuando la sesión terminó, abrió los ojos sin prisa. Sofía la miró con ternura y le ofreció un vaso de agua. Carmen no dijo mucho, pero su rostro había cambiado. Salió del lugar sin palabras, caminando despacio, como si llevara algo nuevo consigo.
Esa noche no durmió de corrido, pero sí descansó más. Y eso fue suficiente para querer volver.
Comenzó a ir una vez por semana. Cada sesión era diferente. Algunas le traían recuerdos, otras la dejaban en silencio profundo. Pero siempre salía más liviana. Su cuerpo respondía, su mente empezaba a soltar. A veces, al llegar a casa, se quedaba dormida en el sofá sin darse cuenta.
Después de tantos años poniendo a los demás en primer lugar, Carmen sintió que, al fin, estaba haciendo una elección consciente por su propio bienestar.
No intentaba tapar el insomnio, sino comprenderlo. Escucharlo sin miedo. Y aunque no tenía todas las respuestas, sentía una leve transformación naciendo desde dentro.
Las sesiones se volvieron parte de su rutina, un espacio íntimo donde Carmen empezó a dejar caer capas que había sostenido por años.
No siempre entendía lo que ocurría, pero algo iba cambiando en su interior.
En una de esas sesiones, cuando Sofía colocó las manos sobre su pecho, Carmen sintió un calor profundo y los ojos se le llenaron de lágrimas. No lloraba de tristeza. Era otra cosa. ¡Como si, al fin, pudiera soltar lo que había guardado durante tanto tiempo!
—Está bien llorar —le dijo Sofía en voz baja, mientras seguía con las manos sobre su cuerpo—. A veces, el alma se comunica así. No hay que entenderlo todo con la cabeza.
Carmen asintió sin decir nada. No se necesitan explicaciones. Aquella tarde, al volver a casa, se sentó con una libreta nueva y comenzó a escribir. No sabía muy bien por qué, pero sentí la necesidad de hacerlo. Las palabras salieron sin esfuerzo.
Escribió sobre su hermana, los días de juegos en la infancia, su primer amor, y la sensación de haber ido perdiendo en la rutina de los últimos años.

Ese cuaderno se volvió su compañero. Después de cada sesión, anotaba lo que había sentido, lo que había grabado, lo que había soñado.
Algunas noches despertaba con una imagen clara en la mente y la escribía antes de que se desvaneciera. Era como si, tras tanto silencio, su interior al fin comenzara a hablarle.
Sofía, en cada encuentro, le hablaba con sencillez sobre el Reiki. Además, le explicaba que no se trataba de magia ni de creencias, sino de energía. Le hablaba del cuerpo como un sistema sabio que, cuando se desbloquea, tiene la capacidad de repararse.
Le habló del perdón, no como un acto heroico, sino como una liberación personal. Carmen escuchaba en silencio, con la sensación de que esas palabras llegaban justo donde hacían falta.
Comenzó a cuidarse con más intención. No porque alguien se lo pidiera, sino porque sentía que era necesario.
Preparaba comidas sencillas con atención, caminaba por el vecindario sin prisa y se detenía a observar los árboles con una calma nueva. Compró velas para su casa, limpió rincones que había descuidado, regaló ropa que ya no sentía suya.
Sin proponérselo, parecía estar preparándose para una nueva etapa, aunque todavía no supiera cuál.
Una mañana, después de una sesión especialmente intensa, se quedó sentada en el coche sin arrancar. Cerró los ojos y respiró profundo. Sintió gratitud, algo que no sentía desde hacía mucho tiempo. No por algo en particular, sino simplemente por el hecho de estar viva, por estar presente, por respirar…
Ese día se miró al espejo y notó que su expresión era diferente. Más suave. Más suya. Como si estuviera regresando poco a poco a su centro, a ese lugar dentro de sí que había olvidado.
El insomnio la seguía visitando algunas noches, pero ya no la asustaba. Ahora sabía escucharlo.
Y sin darse cuenta, Carmen empezaba a recuperar una parte de sí misma que creía perdida: el deseo de vivir con sentido. El deseo de cuidarse, de estar en paz con su historia, de abrirse a lo nuevo.
Aunque no tenía claro qué vendría después, ya no le temía. Había comprendido que el camino hacia adentro era, quizás, el más necesario de todos.
Descubriendo el Autotratamiento Reiki
Un viernes por la mañana, al finalizar una sesión especialmente tranquila, Sofía le ofreció a Carmen una taza de té mientras conversaban en la sala del centro. Los rayos del sol entraban por la ventana y daban al lugar una calidez reconfortante. Carmen se sentía más liviana, como si su cuerpo flotara después de cada encuentro.

—¿Alguna vez pensaste en estudiar Reiki? —preguntó Sofía, con su tono habitual, sin presión.
Carmen la miró con una ceja levantada. —¿Yo? ¿Estudiar Reiki? —rio con suavidad—. Hace unos meses no sabía ni cómo se escribía esa palabra.
—Lo sé —respondió Sofía con una sonrisa—. Pero a veces, cuando sentimos una conexión tan profunda con una experiencia, es porque aún queda más camino por recorrer.
Hay un curso en línea muy completo, el Curso Maestro Reiki. Varias personas que comenzaron como tú han seguido ese camino. Sin compromisos, solo si alguna vez te nace.
Carmen no dijo nada en ese momento, pero la frase quedó flotando en su mente.
Durante el trayecto a casa, la idea fue cobrando fuerza. No era tanto el deseo de convertirse en terapeuta. Era otra cosa. Quería entender más. Quería descubrir qué era eso que la había empezado a transformar.
Esa noche, mientras hojeaba su cuaderno, se encontró escribiendo algo que no esperaba. “Tal vez sea momento de aprender sobre mí desde otro lugar.”
Buscó el curso en internet. Lo encontró fácilmente. Había testimonios, módulos explicados con claridad, prácticas para hacer en casa, guías para el autotratamiento. Dudó unos minutos frente a la pantalla. Pensó en su edad, en sus miedos, en el tiempo. Pero luego recordó todo lo que había vivido desde que conoció el Reiki. Cerró los ojos un instante y pulsó el botón de inscripción.
Los primeros días del curso fueron extraños. Algunas palabras le sonaban raras, otras le despertaban curiosidad. Pero lo que más le gustaba era la libertad de hacerlo a su ritmo. Podía estudiar en pijama, con una taza de té, en el silencio de su casa. Los videos de la instructora le transmitían serenidad. Se sentía acompañada, incluso a la distancia.
A medida que avanzaba, comenzó a reconocer emociones que antes ignoraba. Comprendió cómo se acumulaba el estrés en el cuerpo, cómo ciertos pensamientos bloquean la energía. El curso no solo le enseñaba técnicas, le devolvía estructura, propósito, una sensación de volver a tener dirección.
Tomaba apuntes con lápiz, como cuando preparaba clases años atrás. Subrayaba frases que la tocaban.
Algunas noches, mientras estudiaba, se detenía a mirar por la ventana y sentía que, por fin, estaba construyendo un espacio propio, solo para ella.
Incluso cuando no entendía todo a la primera, no se frustraba. Había aprendido a tener paciencia consigo misma. Era otra forma de sanar: aceptarse, sin exigencias.
En sus notas escribió una frase que leyó durante una de las lecciones: “El verdadero maestro no enseña, recuerda”. Y así se sentía. Como si no estuviera aprendiendo algo nuevo, sino encontrándose con una parte olvidada de su esencia.
El curso se convirtió en su espacio de crecimiento. Ya no solo recibía Reiki, ahora lo entendía desde dentro. Sentía que, poco a poco, la sabiduría dejaba de parecer externa y empezaba a brotar desde su interior.
Y esa sensación, para Carmen, era el inicio de un nuevo propósito: el de cuidarse desde la raíz y compartir esa luz que, sin saberlo, había estado buscando toda su vida.
Carmen se adentró en la parte más práctica del curso con curiosidad. El módulo del autotratamiento Reiki le llamó especialmente la atención. No se trataba de algo complicado. Sofía lo había mencionado alguna vez: era una forma de reconectarse, de escucharse con las manos y con la respiración.
Siguió las instrucciones paso a paso, aprendiendo la secuencia de las posiciones, desde la cabeza hasta los pies. La práctica era sencilla, pero muy íntima.
Se sentaba en silencio, colocaba sus manos sobre distintas partes del cuerpo, y respiraba. Al principio no sentía nada más que el calor de sus manos, pero con los días comenzó a notar pequeños cambios: su mente se calmaba, su cuerpo se aflojaba y una sensación de presencia llenaba el espacio.
Una madrugada, como tantas otras, despertó a las tres en punto. No se alarmó ni se frustró. Se acomodó en la cama, puso una almohada bajo las rodillas y, sin prender la luz, colocó sus manos sobre el pecho. Cerró los ojos y empezó el autotratamiento. Inhalaba profundo, exhalaba lento. Sentía el ritmo de su corazón bajo las palmas, la suavidad de su respiración, el silencio cómplice de la noche.
Durante la práctica, una calidez profunda le recorrió el pecho. Su respiración se hizo más pausada y, sin forzarlo, su cuerpo se aflojó por completo. Esta vez en mucho tiempo, no se resistía a la noche. Permanecía en ella, tranquila, presente.
Cerró los ojos con sensación de alivio y, poco después, se quedó dormida con las manos aún sobre el pecho.
El Sueño Revelador y la Aceptación del pasado
Ese ritual se volvió parte de su rutina. Algunas noches lo practicaba antes de acostarse, como una forma de agradecer el día. Encendía una vela pequeña, bajaba la intensidad de las luces y se sentaba en la orilla de la cama. Colocaba sus manos sobre los ojos, luego sobre la garganta, el abdomen. No apuraba nada. Era su tiempo, su espacio, su forma de volver a casa.

—Ahora el insomnio no me asusta —le dijo a Lucía una mañana, mientras tomaban café en el jardín—. Si me despierto, sé qué hacer. Ya no lucho. Me acompaño.
Lucía la miró con admiración. —Se te nota en la cara. Irradias algo distinto.
Carmen sonrió. Lo había notado también. No era solo que dormía mejor. Era que ya no sentía la noche como una amenaza.
Ahora era un momento de encuentro consigo mismo. A veces no necesitaba hacer toda la secuencia. Bastaba con colocar las manos en el corazón y respirar. Eso era suficiente para conectarse.
Incluso durante el día, si sentía ansiedad o alguna emoción que le revolvía el estómago, se tomaba cinco minutos, cerraba los ojos y hacía Reiki. Lo sentía como una medicina interna, silenciosa, que no necesitaba palabras para actuar.
Esos pequeños momentos se convirtieron en anclas. Carmen ya no vivía arrastrada por la rutina o el recuerdo del pasado. Había aprendido a vivir en el presente. Y aunque no podía controlar todo, sí podía elegir cada día: cuidarse.
El autotratamiento no era una obligación, ni una técnica mágica. Era un acto de amor. Un lenguaje sin palabras que su cuerpo y su alma entendían perfectamente
Esa noche, ese lenguaje se tradujo en un encuentro onírico. Carmen soñó con su hermana. No fue un sueño borroso ni extraño. La vio tal como la recordaba: sentada junto al mar, con un vestido claro y el pelo suelto, sonriendo.
No hablaron, pero no hizo falta. La mirada de Elena le transmitía algo que no se podía poner en palabras. Paz. Una paz serena y limpia, como si todo estuviera en su lugar.
Cuando despertó, Carmen se quedó acostada sin moverse, mirando el techo. No sentía el impulso de levantarse ni la ansiedad habitual del insomnio. Su cuerpo estaba relajado, su respiración suave. Era una calma nueva, honda, que no recordaba haber sentido en años.
Miró el reloj. Eran las siete y cuarto. Se quedó unos segundos en silencio, procesando lo que eso significaba. Había dormido ocho horas seguidas. Sin interrupciones, sin sobresaltos, sin vueltas en la cama.
Se sentó lentamente, con una sonrisa leve. No era euforia, era gratitud. Fue a la cocina, preparó café y se sentó en el balcón. El sol apenas comenzaba a asomar y la ciudad despertaba sin apuro. Todo parecía más claro. Más simple.
Durante años, se había cargado con un cansancio invisible. Con el peso de la ausencia, de la rutina, de los pensamientos sin resolver. Pero esa mañana, algo había cambiado. No porque el mundo fuera distinto, sino porque ella lo era.
El sueño no le trajo respuestas, pero le dio algo más importante: un cierre. Una forma de reconciliarse con el pasado sin seguir atrapada en él.
Y así, con una taza entre las manos, Carmen comprendió que estaba lista para seguir. No como antes, no buscando llenar vacíos, sino desde otro lugar. Más presente. Más suyo.
Carmen no solo dormía mejor. También se reía con más soltura, caminaba con más calma, miraba a las personas con ternura. Una fuerza en su interior había encontrado equilibrio, y eso se notaba en los detalles más pequeños: en su forma de escuchar, en su manera de estar presente, en la ligereza con la que ahora enfrentaba los días.
Compartiendo la Luz: Carmen y su Nuevo Propósito
Lucía la veía con alegría. Un día le propuso guiar juntas una pequeña meditación para otras vecinas del edificio. Nada formal, solo una reunión en el jardín con respiraciones suaves y música de fondo.

Carmen aceptó sin pensarlo demasiado. Preparó algunas frases, llevó una vela aromática y compartió su experiencia con humildad. Las mujeres que asistieron la escuchaban con atención, muchas con los ojos cerrados y una sonrisa serena.
Poco después, su sobrina le pidió que le enseñara lo que había aprendido. Carmen no dudó. No se consideraba maestra, pero sí sabía acompañar. Empezó a practicar Reiki con personas cercanas, de forma sencilla y amorosa. A veces era solo una conversación, otras una sesión breve con las manos, pero cada encuentro tenía algo en común: conexión.
En más de una ocasión pensó en todo lo que había pasado. El insomnio que tanto la desgastó se convirtió en la puerta hacia este nuevo camino. Lejos de maldecirlo, lo agradecía. Fue el mensaje que la obligó a mirar hacia adentro, a detenerse y a sanar desde donde nunca antes se había permitido.
El Reiki no fue una solución mágica. Fue un puente. La llevó de la resistencia a la aceptación, del miedo al descanso, de la rutina al propósito.
Esa noche, Carmen cerró el libro que leía, apagó la luz de la mesita y se sentó en la cama. No tenía sueño aún, pero tampoco ansiedad. Acomodó las almohadas, respiró hondo y colocó sus manos sobre el corazón. Cerró los ojos y se quedó en silencio unos segundos.
En su mente, como una oración sencilla, surgieron las palabras:
“Gracias, cuerpo, gracias, energía, gracias, vida.”
No necesitaba nada más. Había encontrado su refugio.
El ventilador del techo giraba suave. Afuera, la ciudad murmuraba en su ritmo habitual. Pero en el interior de Carmen, todo estaba en calma. Y en esa calma, por fin, encontró su hogar.
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