“Mi primera compra por internet a los 68 me enseñó que nunca es tarde para confiar en mí mismo y abrirme a nuevas oportunidades.”
Para muchas personas mayores, el mundo digital parece avanzar sin esperarlos. Algunos se resignan a quedarse al margen, otros sienten miedo de equivocarse. Pero hay quienes, como Ernesto, descubren que nunca es tarde para aprender cosas nuevas y recuperar la confianza. En esta historia, narrada por él mismo, comparte con honestidad cómo vivió su primera experiencia al comprar por internet. Lo que comienza como un acto simple se convierte en un pequeño gran cambio que transforma su manera de ver la vida. Un relato tierno e inspirador sobre la tecnología, la paciencia y la posibilidad de seguir aprendiendo a cualquier edad. Una lectura que resonará especialmente en quienes sienten que ya pasó su tiempo para ciertas cosas.
Parte 1 – Desconfianza con razón
Nunca fui amigo de la tecnología. Ni de los teléfonos modernos, ni de las pantallas táctiles, y mucho menos de eso que llaman comprar por internet. A mis 68 años, me gusta ver lo que voy a llevarme a casa. Sentirlo en las manos. Olerlo si es comida, tocarlo si es ropa. Quizás sea cosa de generación, o tal vez sea simple necesidad de certeza. Lo cierto es que, hasta hace poco, jamás había hecho una compra por internet.
Recuerdo cuando mi hija me insistía en que descargara una aplicación para hacer el pedido del supermercado, como comprar frutas, pan o productos de limpieza, sin salir de casa. Me hablaba como si yo supiera lo que era eso. “Papá, es fácil, solo seleccionas lo que quieres y te lo traen a casa”. Claro, fácil para ella, que nació con un celular en la mano. A mí esas cosas me dan desconfianza. Siempre pensé que, si no veo a quién le pago, cómo sé que no me están estafando.
Una vez escuché que una señora de por aquí pidió unas zapatillas en una página, pagó con su tarjeta y nunca le llegaron. Me juré que eso no me pasaría. Además, ¿para qué arriesgarme si todavía puedo bajar caminando a la tienda, aunque me duelan un poco las rodillas?
La verdad es que los últimos inviernos se han hecho largos. Las caminatas al centro cada vez son menos frecuentes. Ya no tengo la misma energía. Pero, aun así, prefería esperar a sentirme bien antes que poner mi número de tarjeta “en una máquina”.
Hay una sensación en todo esto que me hacía sentir… torpe. Como si el mundo se hubiera movido a una velocidad que no fui capaz de seguir. Antes, con solo entrar a la ferretería, el dependiente ya sabía lo que necesitaba. Ahora todo tiene botones, claves, pantallas, pasos. Me da la impresión de que uno necesita un traductor para vivir.
Eso fue hasta la semana pasada, cuando un vecino tocó el timbre. Un hombre amable, tranquilo, con el que suelo cruzarme en el ascensor. Se llama Tomás. Tiene unos cincuenta y tantos. Me preguntó si podía dejarme un paquete por unas horas porque no iba a estar en casa. Le dije que sí, sin pensar mucho. Al rato, llegó una caja con su nombre. Me quedé mirándola como si fuera un misterio, y entonces, sin saberlo, esa caja fue el principio de una etapa nueva para mí.
Parte 2 – La charla con el vecino
Al día siguiente, Tomás pasó por mi casa para recoger su paquete. Me lo agradeció con una sonrisa y me dijo: —Llega todo más rápido de lo que uno cree, ¿verdad? Asentí con la cabeza, aunque en realidad no sabía de qué hablaba. —¿Lo compraste por internet? —le pregunté, casi sin querer. —Sí, lo pedí ayer. Era una batería para mi reloj, imposible de conseguir en tiendas, de por aquí —me explicó, levantando la caja como si fuera lo más normal del mundo.
No dije nada. Me quedé un momento en silencio, pensando en la facilidad con la que lo contaba. ¡Como si fuera tan sencillo como abrir la nevera! Tomás debió notarlo, porque enseguida me ofreció una taza de café en su casa. Acepté. No tenía planes para ese día y, la verdad, me caía bien. Al poco rato, estábamos sentados en su pequeño comedor, con dos tazas humeantes y una conversación que, sin saberlo, estaba a punto de cambiar mi perspectiva.

—¿Nunca compraste nada por internet, Ernesto? —preguntó con tono amable, sin burla, solo curiosidad. Negué con la cabeza. —No me fío de eso. Prefiero ver lo que compro. Además, todo es tan confuso… tantas opciones, botones, pasos. Tomás sonrió. No de forma condescendiente, sino comprensiva. —Te entiendo. Mi papá decía lo mismo. Hasta que un día le enseñé a comprar un libro que no encontraba en ninguna librería. Fue como abrirle una ventana al mundo. Desde entonces no paró. Ahora me recomienda cosas que ni yo conozco.
Reí. No sé si por nervios o por imaginarme a mí mismo en esa situación. A veces pienso que las cosas nuevas solo son para quienes todavía tienen tiempo para aprender. —No es tan complicado como parece —dijo, mientras sacaba su computadora del mueble del salón—. ¿Quieres que te muestre cómo funciona? Tuve la tentación de decir que no. La costumbre de poner excusas ya la tengo muy ensayada. Pero su tono, su paciencia, me dieron confianza. Asentí con un gesto breve y me acomodé en la silla.
Abrió una página, escribió unas palabras en el buscador, y en segundos aparecieron cientos de resultados: relojes, libros, herramientas, hasta la misma caja que había recibido ese día. —Acá puedes ver las opiniones de otros que compraron lo mismo. Si no tiene buenas calificaciones, ni lo miro. Y esto —me señaló un ícono de un candado— indica que el sitio es seguro. Me hablaba como si me estuviera enseñando a hacer pan. Claro, despacio, sin apuro.
—¿Y el pago? —pregunté—. ¿No es peligroso poner los datos de la tarjeta? —Si el sitio es confiable, no. Además, puedes usar una tarjeta prepaga. Le cargas el dinero justo y evitas riesgos. Pensé: “Ah, cargar solo lo justo… eso sí suena más seguro. No es dejar la chequera abierta”. Yo escuchaba todo con atención. No sé si por interés o por orgullo de no parecer completamente perdido. Sentía una mezcla de curiosidad y miedo. Como si estuviera cruzando una puerta que durante años me negué a tocar.
—¿Querés probar vos mismo? —me ofreció Tomás, girando la computadora hacia mí. Miré la pantalla como si fuera una nave espacial. Dudé. Pero un impulso dentro de mí, tal vez el deseo de sentirme útil, o simplemente la necesidad de no quedarme atrás, me hizo decir: —Muéstrame cómo se hace. Y ahí empezó todo.
Parte 3 – El primer intento
Esa noche me quedé pensando en todo lo que Tomás me mostró. Me costó dormir. Tenía la cabeza llena de imágenes de pantallas, botones, palabras nuevas. Y una pregunta que me zumbaba como mosca: ¿y si lo intento?
Al día siguiente, lo llamé. Le pedí que me acompañara a hacer mi primera compra. Una cosa sencilla, sin riesgos. Pensé en una caja de té que ya no conseguía en la tienda del barrio, de esas que traen aroma a campo y recuerdos de la infancia, un sabor que extrañaba. También había considerado unas medias de descanso que vi en una revista, pero me decidí por el té. Más simbólico, más mío.
Nos sentamos frente a su computadora. Tomás me dejó el teclado. Yo escribí, con dedos temblorosos, el nombre del producto. Lo primero que apareció fue una lista interminable de opciones. Él me mostró cómo filtrar por precio, por valoración, cómo leer los comentarios. Era como aprender a caminar de nuevo, pero esta vez en una vereda digital.
Después de comparar, elegí una caja con buenas opiniones. Me sentía como un niño eligiendo su primer juguete. Pasamos al pago. Usamos una tarjeta recargable, como Tomás me explicó. No puse ni un peso más de lo necesario. Cuando hice clic en “Confirmar compra”, sentí que una emoción dentro de mí se sacudía. No eran solo nervios, era emoción.
—Listo —dijo Tomás, sonriendo—. Ahora solo queda esperar. —¿Y cómo sé si viene en camino? —Te va a llegar un correo con el número de seguimiento. Yo te ayudo a revisarlo.
Volví a casa con la cabeza en otra parte. No podía creer que lo había hecho. Mi primera compra por internet. Me senté en mi sillón favorito, miré mis manos y solté una risa corta. Me sentía ridículo y orgulloso a la vez. Como si acabara de hacer un logro grande, aunque para muchos sea lo más normal del mundo.
Esa noche, cuando mi hija me llamó, le conté lo que había hecho. Se quedó en silencio unos segundos, y luego dijo: —Estoy orgullosa de vos, papá. Nunca me habían dicho eso por comprar té.
Lee también la reseña del libro: Relatos de sabiduría después de los 60
Parte 4 – El cambio
El paquete llegó dos días después. Fue temprano, alrededor de las nueve de la mañana. Escuché el timbre y, al abrir la puerta, un joven con chaleco azul me entregó una pequeña caja envuelta en cinta adhesiva. Al ver mi nombre escrito en la etiqueta, sentí una sensación parecida a sorpresa. Como si por fin creyera que realmente había sucedido.
Cerré la puerta con cuidado, llevé la caja al comedor y la observé unos segundos antes de abrirla. No tenía prisa. Quería disfrutar ese momento. Tomé unas tijeras y, con un poco de torpeza, corté la cinta. Ahí estaba: la caja de té que tanto buscaba, con su diseño campestre y el olor suave que me recordó a las tardes de campo en la casa de mis abuelos.
Era mucho más que té. Era la confirmación de que lo había logrado. De qué podía adaptarme. Que todavía era capaz de aprender cosas nuevas. Me preparé una taza al instante, como si el aroma me fuera a recompensar por haberme atrevido. Me senté en la cocina, mirando por la ventana, con la taza entre las manos y una sonrisa que me nació desde adentro.
Esa tarde, salí a caminar. No lejos, solo unas cuadras. En el camino, pensé en todas las cosas que evitaba por miedo o por vergüenza. Y entendí que el verdadero reto estaba en mi actitud. Reconocí que pedir ayuda era un paso hacia delante. Que abrirse al aprendizaje era una muestra de fortaleza.
Volví a casa con la idea clara de que deseaba seguir avanzando. Llamé a Tomás y le dije que quería probar con otra compra, un artículo más útil. Unos lentes para leer, quizás una lámpara nueva para mi mesa de noche. Él me dijo que pasaría más tarde, que lo haríamos juntos.
Después de muchos años sintiéndome al margen, me sentí parte del presente. Ya no como un simple observador, sino como alguien que también podía navegarlo, a su ritmo, sin prisa pero con decisión.
Parte 5 – La voz del aprendizaje
Hoy, varias semanas después de aquella primera compra, puedo decir que ya no le tengo miedo a la tecnología. Tampoco me considero un experto, pero ya aprendí a comprar por internet con confianza y sin complicaciones. Incluso le mostré a un amigo cómo pedir sus suplementos por una aplicación sencilla. Y lo mejor fue escucharle decir: “Gracias, Ernesto, si vos pudiste, yo también”.
Me di cuenta de que muchas cosas que a veces parecen lejanas están más cerca de lo que creemos. Que hay aplicaciones útiles, seguras y pensadas para hacernos la vida más fácil. Y que existen apps fáciles para personas mayores que no requieren saber inglés ni tener dedos rápidos. Solo ganas, paciencia y alguien que te acompañe en los primeros pasos.
Tomás me regaló más que una guía digital. Me devolvió la confianza, que había extraviado sin darme cuenta. Hoy no me preocupa equivocarme, porque aprendí que cada clic también puede ser una oportunidad de crecer.
No se trata solo de comprar un objeto. Se trata de descubrir que siempre es posible aprender, abrirse a lo nuevo y disfrutar de la sorpresa de lograr lo que uno creía imposible.
Hoy, al mirar atrás, me doy cuenta de que no se trata solo de mí. Sé que muchos se sienten cómo yo me sentía. Por eso, si estás leyendo esto y alguna vez sentiste que el mundo se movía más rápido que tú, quiero compartir esta lección: todavía estás a tiempo. Que nunca es tarde para aprender cosas nuevas, ni para sentirse parte de este tiempo.
Esta experiencia fue solo una de esas lecciones. Me hizo pensar en tantas otras vivencias, propias y ajenas, que demuestran esa misma sabiduría sencilla que llega con los años.
Por eso reuní algunas en el libro Relatos de sabiduría después de los 60, donde encontrarás otras historias que, como la mía, nos recuerdan que la vida sigue enseñando mientras sigamos dispuestos a escucharla.
