Historia sobre miedo de fallar.

¿Te ha pasado que un error te hizo dudar de ti misma? A veces, una equivocación se siente como una etiqueta difícil de quitar, sobre todo cuando estamos empezando a descubrir quiénes somos. Pero cada tropiezo guarda una lección valiosa si nos damos la oportunidad de escucharla con el corazón abierto.

Hoy quiero compartirte una historia inspirada en el libro Relatos de Sabiduría Después de los 60.

Es un encuentro íntimo entre Elena, una abuela con muchos aprendizajes en su mochila, y su nieta Lucía, que atraviesa el torbellino de la adolescencia.

Juntas, nos invitan a ver el error no como un enemigo, sino como un paso necesario en el camino del crecimiento.

Espero que esta historia te abrace, te anime y te recuerde que siempre estamos a tiempo de confiar en nuestro proceso.

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La tarde se deslizaba con suavidad por la ventana del comedor, como si el sol jugara a pintar de oro los recuerdos guardados entre esas paredes. El reloj de péndulo marcaba las cinco y media, pero en casa de Elena el tiempo tenía otro ritmo: uno lento, amable, sin apuros.

El aroma del té de canela envolvía el aire como una manta suave, y el leve crujido de las hojas secas danzando en el jardín parecía música escrita por el viento. Lucía, su nieta de diecisiete años, estaba sentada frente a ella, con el rostro apoyado en las manos. Llevaba rato mirando su taza sin probar bocado.

—¿Estás bien, mi niña? —preguntó Elena con esa voz pausada que tenía el poder de desarmar cualquier escudo. Lucía suspiró profundamente. —No lo sé, abuela… Creo que lo estoy arruinando todo.

—Eso suena muy grande para una chica tan joven. ¿Quieres contarme qué pasó?

Lucía se encogió de hombros. Tardó unos segundos en encontrar las palabras. —Me propusieron ser la representante del grupo en el concurso de ideas del colegio. Todos decían que era perfecta para eso, pero cuando llegó el momento de presentar… me quedé en blanco. Me puse tan nerviosa que lo olvidé todo. Fue horrible. —Bajó la mirada—. Siento que no sirvo para esto. Pues me equivoqué y ahora todos pensarán que soy un fraude.

Miedo a fallar

Elena guardó silencio. Observó a su nieta como quien mira un reflejo del pasado. Recordó su primera vez como profesora frente a una clase de más de cuarenta alumnos; las manos le temblaban tanto que apenas pudo sostener la tiza.

—¿Quieres saber algo, Lucía? —dijo Elena con una media sonrisa—. A los dieciocho años me inscribí para dar una charla sobre poesía en la biblioteca del pueblo. Me sentía tan emocionada… hasta que subí al estrado. Olvidé mi discurso, me sudaban las manos y terminé diciendo cualquier cosa. Una señora incluso se levantó y se fue. Sentí como si el mundo se me cayera encima.

Lucía levantó la vista, sorprendida. —¿Tú también? ¿Pero si siempre pareces tan segura…?

—Ah, mi amor —dijo Elena, acariciándole la mano con ternura—. Uno no se vuelve seguro por hacerlo todo perfecto. Se vuelve seguro cuando aprende a perderle el miedo de equivocarse.

Lucía la miró, confundida. —Pero… ¿Cómo se hace eso? Yo no quiero fallar. No quiero que vuelvan a burlarse de mí.

Elena tomó su taza y bebió un pequeño sorbo. Luego señaló con la mirada el viejo cuaderno de tapas gastadas que descansaba sobre la mesa auxiliar.

—¿Ves ese cuaderno? Lo inicié al cumplir los sesenta. En la primera página anoté mi propósito: “Quiero aprender a no tener miedo de fallar”.

Desde ese día, cada vez que me equivoco, o siento que algo no salió como esperaba, apunto aquí la lección aprendida. Es mi forma de recordarme que todo error trae consigo un aprendizaje; que fallar, en realidad, también es avanzar. Significa que estoy viva. Significa que sigo intentándolo.

Lucía lo tomó y lo abrió con cuidado. Leyó en voz baja algunas frases:

  • “Hoy le hablé con dureza a mi hermana. Me arrepentí y la llamé dos horas después. Me perdonó. Aprendí que el orgullo solo sirve para alejar a quienes amamos.”
  • “Intenté plantar tomates. Salieron amargos. Aprendí que algunas cosas necesitan más sol y paciencia.”
  • “Confíe en alguien que no debía”. Me dolió. Pero aprendí a poner límites sin cerrar el corazón.”

—Abuela… esto es hermoso —susurró Lucía—. Pero no sé si yo podría escribir algo así. Me siento tan tonta cuando me equivoco.

—Todos nos sentimos así al principio, cariño. Pero dime, ¿quién te enseñó que equivocarse es algo malo?

Lucía pensó unos segundos. —Supongo que… nadie directamente. Sin embargo, en el colegio te penalizan por cada error. Y en las redes sociales, todos parecen tener tan claro qué hacer con su vida… y yo me siento perdida. Como si todos llevaran mapas y yo ni siquiera tuviera brújula.

Elena sonrió, esta vez con una ternura profunda. —Escúchame bien, Lucía. La brújula no se hereda ni se compra. Se construye caminando. Y cada error, cada tropiezo, es un paso en ese camino. ¿Tú crees que a mis años uno lo tiene todo resuelto? Hay días en los que sigo dudando, en los que me pregunto si tomé la decisión correcta hace tiempo. Pero aprendí a no castigarme por ello. Aprendí a darme permiso.

—¿Permiso para qué?

—Permiso para ser humana. Para caerme. Para decir “no sé” sin sentir vergüenza. Y, sobre todo, para volver a intentarlo.

Lucía la miró en silencio. El aire en la habitación parecía haberse detenido, cargado solo con el peso amable de esa conversación. Afuera, la tarde ya cedía su lugar a las primeras sombras del anochecer.

—¿Puedo escribir algo en tu cuaderno, abuela?

—Claro que sí, mi vida. Pero mejor aún… —Elena se levantó con una agilidad sorprendente y fue a su pequeña biblioteca—. Te regalo uno. Uno nuevo, para que empieces tu propia colección de aprendizajes.

Sacó un cuaderno de tapas verdes, con delicadas flores dibujadas en los bordes, y se lo entregó a su nieta.

Lucía lo sostuvo con cuidado, como si fuera un objeto sagrado. —Gracias, abuela.

—Recuerda, mi niña: no hay error que no pueda enseñarte algo valioso, si estás dispuesta a escucharlo. El verdadero fracaso es dejar de intentarlo por miedo a caer.

Lucía asintió despacio. Y por primera vez en días, una sonrisa genuina iluminó su rostro.

Esa misma noche, antes de dormir, abrió su cuaderno nuevo y escribió en la primera página: “Hoy me quedé en blanco en una presentación importante. Sentí vergüenza. Pero también entendí que eso no define quién soy. Solo fue un tropiezo en mi camino. Mañana lo intentaré de nuevo.”

Y Elena, desde su rincón de sabiduría acumulada, supo que una pequeña, pero poderosa semilla acababa de germinar.

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Si esta historia te ha inspirado, te ha hecho reflexionar o simplemente te ha dejado una sensación cálida en el corazón, te invito a explorar más momentos como este. La sabiduría de Elena es un reflejo de las muchas voces y experiencias que encontrarás en Relatos de Sabiduría Después de los 60″, un libro donde la experiencia se convierte en la mejor maestra.

Para seguir explorando cómo la vida después de los sesenta está llena de aprendizaje y ternura, te invito a leer la reseña completa del libro.

No dejes que el miedo a fallar te impida vivir plenamente.

¡Encuentra tu permiso para intentarlo en las páginas de este libro!