“Un buen cuento reflexivo sobre la vida, tiene el poder de abrirte los ojos, calmar el alma y recordarte que todo tiene su tiempo.”
La piedra había estado allí desde antes de que el pueblo tuviera nombre. Algunos decían que fue arrastrada por el río en una tormenta antigua. Otros, que cayó de lo alto de una montaña durante un temblor. Pero la piedra no recordaba su origen. Solo sabía que existía, y que cada día, el agua la acariciaba como quien saluda a un viejo amigo.
No tenía brillo. No era grande ni pequeña. Ni tenía una forma especial. Era simplemente una piedra. Inmóvil, silenciosa. Pero en su quietud, lo observaba todo.
Veía cómo cambiaban las estaciones. Cómo las hojas bailaban antes de morir. Cómo el río crecía y menguaba. Y cómo los pájaros regresaban y se iban. A veces, el viento le contaba historias traídas desde lejos. Otras veces, solo soplaba por soplar, como si también él buscara respuestas.
Y la piedra escuchaba. Siempre escuchaba.
Una mañana, llegó un hombre. No era joven, pero tampoco viejo. Llevaba el rostro cansado y una mochila que parecía pesar más que su cuerpo. Se sentó junto a la piedra y se quedó allí, mirando el agua en silencio. No dijo nada. Solo estuvo. Como si necesitara un lugar donde no pensar, donde no ser nadie.
Al día siguiente, volvió. Se sentó en el mismo lugar. Y lo hizo también el día siguiente, y el otro. No hablaba. No lloraba. Y no sonreía. Pero cada vez que se marchaba, lo hacía un poco más ligero.
La piedra empezó a reconocer sus pasos. A identificar su sombra en la mañana. Había visto pasar miles de personas, pero pocas se habían quedado tanto tiempo en silencio. Este hombre parecía llevar una tormenta dentro que aún no encontraba cómo desatar.
Un atardecer, cuando el cielo se tiñó de oro y cobre, el hombre por fin habló.
—No sé qué hago aquí —murmuró, con voz rasposa—. Solo… aquí no duele tanto.
La piedra no respondió. No podía. Pero si pudiera, le habría dicho que el dolor a veces necesita un lugar donde descansar sin ser juzgado. Un espacio donde simplemente existir.
Con el tiempo, la piedra conoció su nombre: Mateo. Supo que había perdido algo importante, aunque él nunca lo dijo en voz alta. Quizás fue un amor, quizás un sueño. La piedra no necesitaba saberlo todo. Bastaba con sentirlo.
Pasaron semanas. Luego meses. Mateo seguía viniendo, a veces hablando solo, otras en silencio. Contaba cosas pequeñas: que había dormido mal, que soñó con su infancia, que pensaba en irse a otro país. A veces se enojaba consigo mismo, se culpaba por no avanzar más rápido, por no “estar bien” aún.
Pero la piedra nunca juzgó su ritmo. Sabía que cada alma sana a su tiempo. Que la sanación no siempre se ve, pero se siente cuando llega.
El invierno llegó con sus sombras largas y su viento cortante. El río se volvió más frío. Y Mateo dejó de venir.
La piedra extrañó su presencia. No como quien extraña una rutina, sino como quien se da cuenta de que algo valioso se ha ido. Se preguntó si él estaría bien. Si había seguido adelante. O si simplemente había encontrado otro lugar donde sentarse a pensar.
El río siguió fluyendo. Los días pasaron con su lento goteo de tiempo. Hasta que una tarde clara de primavera, Mateo volvió.
Estaba diferente. Más delgado. Más tranquilo. Con el cabello más largo y los ojos más brillantes. Llevaba un cuaderno en la mano. Se sentó junto a la piedra como antes y, por primera vez en mucho tiempo, sonrió.
—Aquí entendí cosas —dijo, acariciando la piedra como si fuera un ser querido—. Aquí supe que no hacía falta hacer nada para sanar. Que, a veces, solo hay que esperar… y respirar.
La piedra permaneció callada. Pero si pudiera, habría asentido. Porque sabía que no se trataba de dar respuestas, sino de ofrecer presencia.
Desde entonces, la piedra se convirtió en refugio para otros. Una madre soltera llegaba a veces con su bebé y se sentaba a llorar en silencio. Un anciano paseaba por las mañanas y la tocaba con respeto, como saludando a un viejo sabio. Un niño se subía sobre ella y gritaba que era un capitán. Una joven escribió poemas sobre el agua y el amor.
La piedra no hablaba. Pero todos parecían escuchar algo cuando estaban junto a ella. Algo que no venía de afuera, sino de adentro. Como si su quietud devolviera el eco del alma.
Una tarde de otoño, una chica tropezó con ella y gritó:
—¡Estúpida piedra! ¡Estás en medio!
La piedra no se defendió. Entendía que no era ella el problema, sino el dolor que esa chica no sabía dónde poner. Algunas personas necesitan golpear algo para no romperse por dentro.
Y así siguió el tiempo. A veces soleado, a veces gris. Y la piedra seguía allí, sin pedir nada. Dándolo todo.
Un día, un anciano se acercó con dificultad. Se sentó con cuidado, y tras unos minutos de silencio, murmuró:
—Aquí me despedí de ella. Aquí estoy aprendiendo a dejarla ir… sin dejar de amarla.
La piedra no necesitaba saber los detalles. Conocía ese tipo de amor. Lo había visto muchas veces, en muchas formas.
Esa noche, el viento sopló suave. Y por primera vez en mucho tiempo, la piedra sintió algo que no sabía cómo explicar. No era una voz, pero tampoco un pensamiento. Era algo más profundo.
Un susurro. Un susurro que venía desde dentro, claro y sereno, como el agua del río tras la tormenta.
“No todos están hechos para moverse, cambiar el mundo o ser vistos. Algunos estamos aquí para sostener, acoger y ser hogar en medio de la corriente. No subestimes el valor de estar en silencio con alguien que sufre. No hace falta tener respuestas; a veces, el alma solo necesita un lugar donde pueda descansar sin ser exigida.”
Y con eso, la piedra lo entendió todo. Ella no era menos por no moverse. No era inútil por no hablar. Su quietud era su regalo. Su presencia silenciosa, su propósito y su poder. Ser piedra no era no sentir… era sostener sin pedir nada a cambio.
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