“¡Hola, pequeños exploradores! Hoy les traigo un cuento infantil de aventuras: la piscina mágica que los llevará a un lugar donde los sueños se convierten en aventuras acuáticas y la imaginación no tiene límites. ¿Listos para la aventura?”
En un vecindario lleno de palmeras altas y casas tranquilas, había un jardín especial. No era un jardín cualquiera. En ese rincón del mundo, cada tarde se transformaba en un lugar mágico donde la imaginación lo cambiaba todo.
El sol comenzaba a esconderse tras las copas de las palmas, tiñendo el cielo de colores dorados y naranjas. En medio de aquel jardín brillaba una gran piscina, rodeada por una cerca que parecía una muralla protectora de un castillo. Y dentro de ese castillo acuático, los niños vivían su propia aventura.
Daniel, con su gorra de superhéroe y su flotador amarillo en forma de auto, era el líder del grupo. “¡Todos a bordo!”, gritaba mientras movía el volante como si realmente condujera una lancha veloz. Era valiente, imaginativo y siempre quería explorar más allá de lo conocido.
Su primo Nico nadaba a su lado con unas gafas de agua que le hacían parecer un explorador submarino. Era curioso, rápido y siempre se animaba a probar lo desconocido. “¡Te alcanzaré, capitán!”, decía mientras salpicaba con fuerza para ganar velocidad.
Más allá, Sofía, Leo, Tomás y Luna charlaban y reían. Inventaban historias de sirenas, tesoros escondidos y monstruos marinos amistosos. Luna, siempre soñadora, se concentraba en atrapar burbujas, convencida de que cada una era una bola de cristal con un deseo dentro.
Pero lo que los niños no sabían es que esa piscina guardaba un secreto…
El secreto bajo el agua
Daniel y Nico seguían jugando cuando algo llamó la atención de Daniel. En el fondo de la piscina, justo en el centro, una línea azul parecía terminar en una figura metálica. No era un desagüe ni una baldosa común. Tenía forma de estrella y brillaba, incluso bajo el agua.

—¡Nico, mira eso! —dijo Daniel, señalando con el dedo.
Nico se sumergió sin dudar. Al salir, sus ojos brillaban de emoción.
—¡Es una manija! ¡Como una puerta! Pero… ¿Qué hace una puerta en el fondo de una piscina?
Ambos se miraron. La aventura había comenzado.
Llamaron a Luna, a Sofía, a Leo y a Tomás. En pocos segundos, todos estaban reunidos en círculo, flotando sobre el misterioso lugar.
—¿Y si la abrimos? —preguntó Luna, abrazando sus flotadores. —¿Y si nos lleva a otro mundo? —dijo Sofía. —¿Y si nos lleva a la cocina? —bromeó Tomás, haciendo reír a todos.
Tras unos segundos de silencio, Daniel dijo:
—Vamos a descubrirlo.
Uno a uno, se sumergieron. Al tercer intento, con la fuerza de todos, la puerta se abrió. Una burbuja gigante salió disparada y una corriente de agua tibia los envolvió.
El fondo de la piscina desapareció. En su lugar, apareció un túnel iluminado por luces verdes y azules. Las paredes parecían hechas de agua viva que palpitaba suavemente.
—¿Entramos? —preguntó Leo, con los ojos como platos.
Sin pensarlo, se dejaron llevar por la corriente mágica.
La ciudad escondida
El túnel los condujo hasta un lago subterráneo. Era tan amplio como un estadio, con un techo cubierto de cristales que titilaban como estrellas. El aire olía a menta y sal. El agua era tibia, sedosa al tacto, y en las orillas crecían flores que al tocarlas emitían notas musicales suaves.

Casas redondas de cristal flotaban sobre plataformas, y puentes de burbujas conectaban los caminos. Peces de mil colores nadaban por los canales, dejando estelas brillantes. Todo se sentía vibrante, como si la ciudad respirara.
—¡Es Aguaría! —dijo una pequeña criatura saliendo del agua.
Era redondita, de ojos grandes y brillantes. Llevaba una corona hecha de algas y conchas.
—Bienvenidos a Aguaría, la ciudad que los humanos olvidaron. Aquí solo entran quienes creen en la magia.
Los niños lo seguían maravillados. Vieron plantas que susurraban secretos, fuentes que lanzaban burbujas de colores y libros flotantes que contaban historias en voz baja.
—Pero Aguaría está en peligro —dijo el guardián—. Un corazón gris está creciendo en el centro de la ciudad. Si se expande, apagará nuestra luz para siempre.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Sofía, preocupada.
—Deben encontrar el cristal del Juego Puro, escondido en la cueva de los Ecos. Solo la risa verdadera puede hacerlo brillar.
El grupo se miró. A pesar del miedo, sabían que tenían que intentarlo.
Guiados por el guardián, cruzaron puentes de espuma y pasaron por un bosque de burbujas cantarinas hasta llegar a una gruta oscura. Dentro, los ecos repetían sus risas, pero también sus dudas. Fue Luna quien comenzó a bailar de manera tan graciosa que todos rieron sin parar.
El cristal, oculto en una roca, comenzó a brillar con fuerza. La cueva se iluminó y el corazón gris se disolvió.
—Aguaría, está a salvo —dijo el guardián con una sonrisa—. Pero solo mientras los niños sigan jugando, soñando y creyendo.
Una burbuja los envolvió de nuevo.
El regreso y la promesa
En un parpadeo, estaban otra vez en la piscina. El sol aún brillaba. Daniel seguía en su flotador, Nico a su lado, y Luna con los brazos abiertos.
—¿Fue un sueño? —preguntó Sofía.
—No lo creo —dijo Nico, mostrando una concha brillante—. Esto estaba en mi bolsillo.
Desde ese día, jugaron diferente. Cada chapoteo era intencional, cada risa llevaba una chispa. Contaban historias sobre Aguaría, y aunque algunos se reían, otros empezaban a imaginar también.
Los padres decían que la piscina tenía algo especial… más magia, más alegría.

Epílogo: Una enseñanza escondida
A veces, los lugares mágicos no están en mapas ni en cuentos antiguos. Están en una tarde cualquiera, en una piscina común, en la risa de un grupo de niños que aún creen en lo imposible.
Aguaría sigue viva, porque la magia no necesita hechizos… solo imaginación, juego y la promesa de nunca dejar de soñar.
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