“Aprender a usar WhatsApp a los 67 es abrir una puerta a la conexión, la alegría y la confianza.”
Clara vivía con Arturo, su esposo, desde hacía más de treinta años. A sus 67 años, disfrutaba de una vida tranquila junto a él, compartiendo charlas en la cocina, caminatas lentas por el barrio y largas tardes de lectura. Sus hijos residían en otras ciudades, ocupados con sus trabajos y sus propios hijos, mientras que los nietos, en pleno crecimiento, cambiaban de aficiones casi tan rápido como de talla de zapatos.
A veces, Clara se sentaba en su sillón favorito, frente a la ventana del salón, con una taza de té caliente entre las manos. Observaba el ir y venir de los vecinos, los árboles movidos por el viento o los rayos del sol que atravesaban las cortinas, sentía gratitud y, al mismo tiempo, desconexión. Aunque valoraba la calma de su rutina diaria —el cuidado de sus plantas, preparar dulces tradicionales, sus paseos por el parque—, había momentos en los que se sentía una espectadora pasiva de la vida y era consciente de que el mundo estaba cambiando demasiado rápido para ella.
Había algo que le infundía inseguridad y desánimo: el teléfono móvil. Ese aparato pequeño, que parecía ser una extensión natural del cuerpo para los jóvenes, para ella era un territorio desconocido y hostil. Lo utilizaba solo para lo imprescindible: llamadas breves, algún mensaje esporádico, mirar la hora o consultar el clima.
Cada vez que alguien decía frases como “descarga la app” o “haz una videollamada”, Clara sentía que le hablaban en un idioma extraño, ajeno, como si le estuvieran pidiendo que resolviera un acertijo sin pistas.
Hasta que una tarde de domingo, su nieto Leo, de 12 años, llegó de visita acompañado de su madre. Entró con su mochila al hombro, una sonrisa enorme y un paquete de galletas en la mano. Después del almuerzo, mientras jugaban con el perro en el patio, Leo lanzó una pregunta con toda la inocencia del mundo: —Abuela, ¿por qué no usas WhatsApp? Así podría enviarte fotos del perro y vídeos del colegio —sugirió, mordisqueando una galleta.
Clara se encogió de hombros, con resignación y vergüenza. —Esas cosas son para ustedes, los jóvenes —respondió, como tantas veces antes.
Leo la miró con afecto, con esa paciencia natural que tienen los niños cuando sienten que pueden enseñar algo valioso. —Abuela, es mucho más fácil de lo que crees. Si quieres, yo te enseño.
Clara vaciló. Miró a Arturo, que le sonrió como animándola a aceptar el reto. Y entonces asintió. Ese pequeño “sí” marcó el inicio de una pequeña revolución personal.

Se acomodaron juntos en el sofá. Leo sacó su móvil y lo colocó al lado del de Clara. —Vamos a ir paso a paso.
Primero, abre la tienda de aplicaciones. En tu teléfono se llama Play Store o App Store —indicó Leo con paciencia. Clara buscó el icono y lo pulsó. —Ahora, arriba, donde está la lupa, escribe “WhatsApp”. Clara tecleó con cuidado. Apareció el familiar icono verde. —Ese es. Toca donde dice “Instalar”. —¿Y después? —Esperamos un momento. Cuando veas el botón que dice “Abrir”, púlsalo.
Clara siguió las instrucciones. Una pantalla le solicitó su número de teléfono. —Introduce tu número, abuela, y pulsa “Siguiente”. Te llegará un mensaje con un código. Cuando recibió el SMS, Clara leyó el código y lo introdujo en la aplicación. —Ahora, escribe tu nombre. Puedes poner simplemente “Clara”. Y si te apetece, subimos una foto tuya. Escogieron una imagen de sus últimas vacaciones en la que Clara sonreía, tocada con un sombrero de paja. —¡Listo! Ya tienes WhatsApp.
Mira, este es el botón para escribir mensajes. Aquí eliges el contacto, escribes lo que quieras y le das a este botón para enviar. Clara escribió: “Hola, soy Clara :)” y lo envió al grupo familiar que Leo acababa de crear. Apenas un segundo después, llegaron las respuestas de sus hijos: —¡Mamá! ¡Qué alegría verte por aquí! —¡Bienvenida al mundo digital! Clara río. Sintió como si acabara de abrir una puerta inesperada.
Durante las semanas siguientes, Clara practicó a diario, proponiéndose aprender algo nuevo cada semana. Leo le preparaba notas escritas a mano con pasos sencillos. “Cómo hacer videollamadas”, “Cómo enviar una foto”, “Cómo mandar una nota de voz”.
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Un día, llamó a su amiga Marta, de 72 años. —Marta, ¿tú sabes usar WhatsApp? —¡Ay, Clara! Me da pánico apretar algo y que se borre todo. —Pues vente mañana a casa y te enseño lo que he aprendido. Es fácil, de verdad.
Así nació el “Club del Móvil”, como lo bautizaron en broma. Cada viernes por la tarde, Clara, Marta y otra amiga se reunían con té, pasteles y sus teléfonos. Repasaban lo aprendido, practicaban videollamadas entre ellas y reían con la complicidad de antaño.
Un día, Marta planteó: —¿Habrá aplicaciones sencillas para personas mayores? Algo que nos ayude a movernos o a recordar cosas. Clara, que ya se había adelantado, respondió: —Sí. Hay una llamada “Recordatorios”. Puedes programar avisos para tomar las pastillas o regar las plantas.
Descargaron también una aplicación de caminatas que registraba los pasos diarios. Les resultó divertido competir amistosamente para ver quién caminaba más. Además, como Clara tenía la presión algo alta, Leo le enseñó a usar una app para llevar un seguimiento de sus mediciones. Aunque no era una herramienta médica profesional, le servía para mantener un control básico.
—¿Y cómo sé si una aplicación es segura? —preguntó Clara un día, mientras exploraba la tienda. Leo le explicó los fundamentos: —Fíjate siempre en que tenga buena puntuación y comentarios positivos. Desconfía si pide permisos o datos extraños. Y ante la duda, pregúntame. Aquello le dio tranquilidad. Empezaba a comprender, paso a paso, los conceptos básicos de seguridad digital.
Una mañana, Clara recibió una videollamada de su hija, que vivía en el extranjero. —¡Hola, mamá! ¿Cómo estás? —Muy bien, hija. Hoy le enseñé a Marta a mandar emojis. ¡Mira! 😄🌻🐕 Su hija sonrió al otro lado de la pantalla. Ver a su madre tan animada y conectada la emocionó profundamente. —Me alegra mucho, verte tan contenta, mamá. Te noto más… viva. Y era cierto. Clara se sentía diferente. Más allá del manejo de las aplicaciones, lo que realmente la había transformado era la superación de un miedo. Cada pequeño logro reforzaba su confianza y le recordaba su capacidad de adaptarse y aprender.
El día del cumpleaños de Leo, Clara le preparó una sorpresa. Grabó un breve vídeo con su voz: —Gracias, Leo. Me has hecho un regalo inesperado: la confianza en mí misma. Te quiero mucho. Se lo envió por WhatsApp, acompañado de una foto reciente de ambos. La respuesta de Leo fue inmediata: —¡Te quiero, abuela! ¡Y estoy muy orgulloso de ti! ❤️ Clara dejó el móvil sobre la mesa, con una sonrisa que le iluminaba el rostro.
Había comenzado aquella aventura pensando que ya era demasiado tarde para aprender. Ahora, sin embargo, atesoraba una certeza importante: nunca es tarde para abrir una nueva puerta.
La tecnología no podía reemplazar el calor de un abrazo, el consuelo de una charla con café o la profundidad del amor familiar, pero sí ofrecía valiosas herramientas para sentirse más cerca, cuidarse mutuamente y continuar aprendiendo.
Porque aprender, a cualquier edad, es mantener el alma despierta.
