“No es el fracaso lo que te detiene, sino el miedo a enfrentarlo”.
Luis miraba la pantalla de su computadora. El cursor parpadeaba como un recordatorio insistente de su parálisis. Tenía semanas preparando la propuesta para un proyecto crucial, pero el correo seguía incompleto.
No podía darle clic a “enviar”. Cada vez que lo intentaba, el pecho se le apretaba y una vocecita aparecía. “¿Y si te rechazan?” ¿Y si haces el ridículo otra vez?”
Apagó la computadora de golpe y caminó hacia la cocina. El café, ya frío, estaba en la misma taza que había dejado desde la mañana. Se apoyó contra el fregadero, mirando por la ventana. Afuera, la ciudad seguía su ritmo, pero Luis sentía que su vida estaba detenida.
“Esto es absurdo”, murmuró mientras se frotaba la frente. Pero sabía que no era tan sencillo. Había algo dentro de él que lo detenía, un eco de aquel día en la universidad cuando su profesor lo ridiculizó frente a toda la clase. El dolor de esa experiencia aún lo perseguía.
El timbre interrumpió sus pensamientos. Abrió la puerta y ahí estaba Eva, su amiga de la universidad, con una expresión seria.
—¿Otra vez en las mismas? —preguntó ella, cruzando los brazos.
Luis suspiró y se apartó para dejarla pasar.
—No entiendo por qué me cuesta tanto. Sé lo que tengo que hacer, pero no puedo. Es como si algo me paralizara.
Eva se sentó en el sofá y lo miró con atención.
—Esto no es solo miedo, Luis. Es cómo lo estás interpretando. Necesitas cambiar esa percepción.
Luis arqueó una ceja, confundido.
—¿Cambiar cómo?
Eva sonrió con determinación.
—Dame una oportunidad, y te lo demostraré.
Reconociendo las creencias limitantes
Un par de días después, Eva llevó a Luis a un café tranquilo. Se sentaron en una esquina apartada, y ella sacó una libreta y un bolígrafo de su bolso.
—Quiero que pienses en un momento del pasado donde te hayas sentido como ahora. Algo que dejó esa sensación de que no puedes avanzar —dijo, empujándole la libreta.
Luis miró la libreta como si fuera un enemigo. Durante unos segundos, jugó con el bolígrafo entre los dedos, pero finalmente escribió algo.
Eva tomó la libreta y leyó en voz baja:
—”La presentación en la universidad. El profesor dijo que no tenía sentido.”
Luis se cruzó de brazos.
—Fue humillante. Me quedé callado, como un idiota, mientras todos se reían. Desde entonces, cada vez que tengo que hablar en público, siento lo mismo.
Eva lo observó con calma y dibujó una línea en la libreta.
—Esto es tu vida, Luis. Este momento está aquí —dijo, señalando el inicio de la línea—. Pero no tiene por qué definir todo lo que viene después.
Luis arqueó una ceja.
—¿Y cómo se supone que hago eso?
Eva le sonrió.
—Primero vamos a entender cómo llegaste a creer eso. Cierra los ojos. Regresa a ese momento.
Luis dudó, pero obedeció. Visualizó el salón de clases: las sillas de madera, el proyector parpadeando, el rostro del profesor lleno de crítica. El recuerdo lo invadió con fuerza, pero Eva continuó guiándolo.
—Ahora, imagina que estás viendo todo desde fuera, como si fueras un espectador neutral. ¿Qué ves?
Luis respiró profundo antes de responder.
—Un estudiante que se esforzó y estaba nervioso. Y un profesor… que tal vez estaba frustrado o cansado.
Eva asintió.
—Exacto. Ese momento no define quién eres. Fue solo una situación. Ahora imagina que puedes regresar a ese día con lo que sabes hoy. ¿Qué harías diferente?
Luis frunció el ceño, concentrado.
—Le diría al profesor que mi idea tenía valor, aunque no fuera perfecta.
—Eso es lo que vamos a empezar a hacer: cambiar cómo ves esos momentos para que dejen de controlarte.
Cambiando la percepción del fracaso
Esa misma tarde, Eva llevó a Luis a su oficina. Lo condujo a una pequeña sala donde había un espejo grande en una esquina y un par de sillas frente a él.
—Hoy quiero que veas algo importante —dijo, señalándole una de las sillas—. Siéntate y obsérvate.
Luis obedeció, aunque con cierta incomodidad. Mirarse no era algo que solía hacer.
—¿Qué se supone que debo ver?
—A alguien que ha enfrentado más de lo que reconoce. Pero sigues cargando esa versión tuya que se quedó atrapada en el pasado. Vamos a cambiar eso.
Luis bufó.
—¿Cómo se cambia algo que lleva años ahí?
Eva tomó asiento frente a él.
—Se trata de cambiar la forma en que interpretas lo que pasó y darle un nuevo sentido a lo que ocurrió.
Eva se inclinó ligeramente hacia él y, con voz tranquila, dijo:
—Cierra los ojos por un momento. Imagina que estás en esa sala de juntas, de pie frente a todos, presentando tu proyecto. Respira profundo y dime, ¿qué es lo peor que podría pasar?
Luis frunció el ceño.
—Que lo rechacen.
—¿Y qué harías si eso pasara?
—Supongo que lo intentaría otra vez… pero dolería.
—Exacto, dolería. Pero sería una lección, no un final. Ahora piensa: ¿qué es lo mejor que podría pasar?
Luis respiró hondo, imaginando otra posibilidad.
—Que les guste. Que lo aprueben.
Eva sonrió.
—Eso es lo que quiero que recuerdes. El fracaso es solo un paso en el proceso, no un obstáculo insuperable.
Al abrir los ojos, Luis sintió algo diferente. Por primera vez, el fracaso no parecía tan aterrador.
Aplicando técnicas para el cambio
Dos días después, Eva apareció en la oficina de Luis con un pequeño paquete. Él la miró confundido.
—¿Qué es esto? —preguntó mientras lo abría.
Dentro había una pelota antiestrés, una hoja de papel con un esquema y una nota escrita a mano: “Confianza se construye haciendo. Hoy empieza el cambio.”
—Es hora de salir de tu zona cómoda, Luis. Vamos a trabajar en un plan práctico, paso a paso, para que avances con tu proyecto. Pero antes, quiero enseñarte algo.
Luis la siguió hasta una sala de reuniones vacía. Eva sacó la pelota antiestrés y se la entregó.
—Aprieta esta pelota cada vez que te sientas miedo. Pero no te enfoques en el miedo, enfócate en lo que quieres lograr. Vamos a anclar esa confianza en un gesto simple.
Luis arqueó una ceja, escéptico.
—¿Y eso funciona?
Eva sonrió.
—Funciona si lo haces con intención. Ahora, cierra los ojos. Piensa en un momento de tu vida en el que te sentiste seguro, en control.
Luis lo intentó. Visualizó el día que recibió una felicitación inesperada de su jefe por un trabajo bien hecho. Recordó la emoción de sentirse valorado.
—¿Lo tienes? —preguntó Eva.
—Sí.
—Bien. Ahora, mientras aprietas la pelota, imagina esa sensación multiplicada por diez. Visualiza cómo te sientes al presentar tu proyecto con seguridad, cómo las personas te escuchan con interés.
Luis apretó la pelota con fuerza, respirando profundamente. Por primera vez en semanas, sintió una chispa de entusiasmo.
—Listo —dijo, abriendo los ojos.
—Ese gesto será tu anclaje —explicó Eva—. Cada vez que lo hagas, traerás esa confianza al presente.
Después, Eva le mostró el esquema que había incluido en el paquete.
—Divide tu proyecto en pasos pequeños. Hoy solo tienes que preparar la introducción. Nada más.
Luis asintió, sintiéndose más motivado. Esa tarde, escribió la introducción de su presentación. Aunque las dudas aparecieron, recordó apretar la pelota y visualizar el éxito. Cuando terminó, se sintió aliviado y satisfecho.
Al día siguiente, Eva lo desafió a practicar frente a un grupo pequeño. Era un ensayo, pero Luis estaba nervioso.
—No sé si puedo hacerlo —murmuró, mirando las hojas temblar en sus manos.
Eva lo miró fijamente.
—No tienes que hacerlo perfecto. Solo tienes que hacerlo.
Luis respiró hondo, apretó la pelota y comenzó a hablar. Al principio, su voz tembló, pero algo cambió al ver las expresiones atentas de sus compañeros. Al terminar, hubo un breve silencio, seguido de aplausos.
Esa noche, mientras caminaba a casa, Luis se dio cuenta de algo. Había enfrentado su miedo y, aunque no había sido perfecto, lo había logrado. Había dado un paso importante hacia el cambio.
Venciendo el miedo al fracaso
La mañana de la presentación, Luis se detuvo frente al espejo de su baño. Ajustó la corbata y respiró profundamente. Miró su reflejo y, por primera vez, no vio a alguien derrotado por sus miedos. Recordó las palabras de Eva: “El fracaso no es el enemigo, es el maestro”.
Llegó temprano a la sala de conferencias cargando su portátil y unas notas. Mientras preparaba el proyector, sintió el nerviosismo familiar subir por su pecho. Cerró los ojos, tomó la pelota antiestrés de su bolsillo y la apretó con fuerza. Visualizó aquella sensación de confianza que había practicado una y otra vez.
—Estás listo —se dijo en voz baja, mirando la sala vacía.
Poco después los directivos comenzaron a entrar, llenando los asientos. Luis les dio la bienvenida con una sonrisa nerviosa, pero auténtica. Cuando llegó el momento de hablar, tomó una inhalación profunda y comenzó.
—Gracias por estar aquí. Hoy quiero compartir una idea que puede marcar la diferencia en nuestra empresa.
Al principio su voz tembló ligeramente, pero mientras avanzaba algo cambió. Vio las caras de los asistentes atentos a cada palabra, y sintió que las semanas de preparación estaban dando sus frutos.
Finalizó su exposición con una frase que resonó en su mente desde que Eva la dijo:
—A veces, intentarlo, aunque no sea perfecto, es lo que nos abre la puerta a aprender y mejorar.
Cuando terminó hubo un momento de silencio antes de que uno de los directivos rompiera en aplausos. Pronto, todos estaban aplaudiendo. Luis sintió un calor en el pecho, mezcla de orgullo y alivio.
Había enfrentado su miedo, no como un obstáculo que lo definía, sino como un paso hacia su crecimiento.
Mientras salía de la sala, recibió una llamada de Eva.
—¿Cómo te fue? —preguntó con entusiasmo.
—No fue perfecto, pero fue real. Lo hice, Eva. Lo hice. Luis colgó con una sonrisa y el corazón latiéndole fuerte.
Ese día no solo entregó un proyecto, entregó su miedo al fracaso y dio un paso firme hacia una nueva versión de sí mismo: alguien que, por primera vez, se atrevía a intentarlo sin importar el resultado.
Reflexión final
Mientras caminaba de regreso a casa, Luis sentía una ligereza que no había experimentado en años. El aire parecía más fresco, el camino más claro. Miró al cielo y sonrió, recordando las palabras de Eva.
“El valor no es la ausencia de miedo, sino actuar a pesar de él”.
Había comprendido que el miedo al fracaso pierde fuerza cuando decides enfrentarlo y descubres de lo que realmente eres capaz.
Durante mucho tiempo, su mayor obstáculo había sido él mismo, atrapado en las dudas y las excusas.
Esa mañana no solo había presentado un proyecto: había dado un paso hacia la mejor versión de sí mismo, aquella que se atrevía a intentarlo sin importar el resultado. Y eso, para él, era el verdadero éxito.
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