Responsabilidad personal. El día que dejé de culpar al mundo

Asumir la responsabilidad personal es el primer paso para transformar tu vida desde dentro”.

Marco tiene 42 años y siente que su vida se ha detenido. Acumula frustración y vive convencido de que todo lo que ha salido mal fue culpa de otros: sus padres, su jefe, la economía, incluso su pareja.

Un día, en medio de una discusión en el trabajo, se quiebra por dentro. Lo despiden. Sin rumbo, termina en un parque, y allí se cruza con un viejo conocido que alguna vez fue igual que él… pero ahora irradia otra energía. Esa conversación lo enfrenta con una verdad que evita desde hace años: ha vivido culpando al mundo por lo que solo él puede transformar.

A través de recuerdos, errores y pequeñas decisiones, Marco descubre que asumir la responsabilidad de su vida es el primer paso para vivir con libertad y claridad.

Ya estoy cansado de todo

—¡Esto es una falta de respeto! —gritó Marco, golpeando la mesa de la sala de reuniones con la palma abierta.

Los compañeros lo miraban en silencio, algunos con incomodidad, otros con hastío. El jefe, con los brazos cruzados, esperó que terminara la explosión antes de hablar. Marco seguía despotricando sobre la carga excesiva de trabajo, la injusticia de los ascensos y la falta de reconocimiento.

—Siempre es lo mismo. El esfuerzo no sirve de nada aquí. Uno da todo y a cambio recibe desprecio —dijo, elevando la voz.

El jefe se incorporó. —Marco, esta actitud ya pasó el límite. Agradezco tus años en la empresa, pero esta relación laboral termina hoy.

Silencio. La palabra “termina” rebotó en la sala como una piedra lanzada al agua.

Salieron todos. Marco se quedó de pie, mirando por la ventana. Su reflejo era el de un hombre de 42 años, con ojeras, camisa arrugada y el corazón lleno de reproches.

Horas después, caminaba sin rumbo. El sol ya caía y una brisa húmeda le agitaba el cabello. Entró a un parque sin pensarlo. Se sentó en una banca con la cabeza entre las manos. Repasó mentalmente la lista de personas que, según él, lo habían llevado a ese punto: su padre autoritario, sus profesores mediocres, su ex pareja, su jefe.

—¡Tanto esfuerzo para esto! —susurró, con la vista fija en el suelo.

—Esa cara la conozco —dijo una voz a su lado.

Al girar, reconoció a Julián. Había sido su compañero de secundaria. En esos tiempos, Julián también se quejaba de todo, siempre con una excusa lista para cada fracaso.

Pero ahora su presencia era distinta. Vestía sencillo, pero con pulcritud. Tenía una expresión serena y una mirada clara, como si una parte de su historia se hubiera ordenado desde entonces.

—Tú eras el maestro del drama —dijo Marco, medio sonriendo.

—Y tú el crítico del mundo —contestó Julián, sin burla.

Se sentaron en silencio unos segundos. Marco lo miraba de reojo, preguntándose cómo alguien podía mantenerse tan tranquilo cuando la vida siempre se encargaba de golpear.

—Yo también culpaba a todos —dijo Julián, como si leyera sus pensamientos—. Hasta que un día me harté de seguir en el mismo lugar. Me di cuenta de que el problema no era el mundo.

Marco sintió un cosquilleo extraño. Como si una vieja estructura interna empezara a desmoronarse en silencio.

—¡Pero no todo depende de uno!

—Tal vez no todo, pero lo esencial sí. La forma en que eliges reaccionar. Lo que haces con lo que te pasa.

Marco no respondió. Se quedó mirando un punto fijo entre los árboles. La brisa seguía soplando. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que sintió calma en medio del silencio.

Toda la vida justificándome

Esa noche, Marco no pegó un ojo. Daba vueltas en la cama, repasando la conversación una y otra vez. Sentía molestia, mezclada con una inquietud que no lograba entender. ¿Quién se creía Julián para hablar con tanta seguridad? ¿Y por qué eso le había dolido tanto?

Al amanecer, se levantó, preparó un café y se sentó a la mesa y sacó una libreta que solía usar para anotar gastos del supermercado. La abrió sin pensarlo mucho. Buscó una página en blanco y escribió: “¿Y si todo este tiempo estuve equivocado?

Los recuerdos comenzaron a brotar. Se vio a los doce años, discutiendo con su padre porque no lo dejó ir a un paseo escolar. Era una excursión a las montañas con su clase. Todos sus amigos irían. Él había llegado con la hoja de permiso en la mano, convencido de que sería una aventura inolvidable. Su padre, sentado en la cocina con cara de cansancio, le dijo que no podían pagarlo. Que ese mes apenas alcanzaba para cubrir el alquiler y la comida. Le explicó que habían tenido que atrasarse con algunas cuentas y que prefería no prometerle nada que no pudiera cumplir.

Marco no quiso escuchar. Lo interrumpió, le gritó que no lo entendía, que siempre le arruinaba todo. Azotó la puerta de su habitación y rompió la hoja de permiso. . Durante años repitió esa historia, convencido de que su padre lo limitaba por gusto.

Ahora, al recordarlo, se dio cuenta de que jamás se detuvo a mirar el rostro de su padre en ese momento. No entendía entonces que sus padres hacían malabares para que a él no le faltara lo esencial. Lo que en su infancia interpretó como injusticia, ahora lo veía como un acto de responsabilidad y amor silencioso.

Nunca volvió a tocar ese tema con su padre. Prefirió quedarse con la versión que lo ponía como víctima, la que justificaba su enojo. “Nunca me apoyaste”, le gritó aquella vez.

Luego recordó su adolescencia, cuando culpaba a sus profesores por sus malas notas, diciendo que no sabían enseñar. Más adelante, en la universidad, abandonó dos carreras. Según él, por culpa del sistema.

La libreta empezó a llenarse. No con excusas, sino con escenas. Escenas que siempre había contado desde el lugar de víctima. Pero ahora, al escribirlas, algo se rompía en esa versión.

En la tarde volvió al parque. Llevaba la libreta bajo el brazo. Julián estaba en la misma banca, leyendo un libro.

—¿No trabajas? —preguntó Marco.

—Sí. Pero hoy es mi día libre. Trabajo por mi cuenta desde hace cuatro años.

—¿Y eso cómo lo lograste?

Julián cerró el libro. Lo observó un segundo antes de hablar.

—Cuando dejé de quejarme, me puse a estudiar. Tomé trabajos pequeños, aprendí de finanzas, cambié mis hábitos. No fue rápido ni fácil, pero empecé a construir en vez de pelear contra el mundo.

Marco bajó la mirada. Sacó la libreta y la abrió en silencio.

—¿Te puedo leer algo?

—Claro.

Leyó un párrafo sobre su primer empleo en una tienda de electrodomésticos. Recordaba que el jefe le había llamado la atención por llegar tarde tres días seguidos. Marco, con veintitrés años y mucho orgullo, lo tomó como un ataque personal.

Esa misma tarde, después de una conversación tensa, dejó las llaves sobre el escritorio y salió sin mirar atrás. Durante años repitió que lo habían tratado con desprecio, que el ambiente era insoportable.

Ahora, mientras leía, una imagen diferente se le venía encima: él, llegando tarde sin dar explicaciones, con la mirada esquiva y el teléfono en la mano. Su jefe intentando hablarle, sin levantar la voz. La escena, que siempre había pintado como una injusticia, tomaba otro color.

—Fui yo el que se fue —admitió en voz baja—. No quise escuchar. Me molestó que me pusiera límites.

—Hoy lo veo distinto. Yo elegí irme. No quería aceptar críticas.

—Eso es asumir responsabilidad —dijo Julián—. No es culpa. Es entender qué parte te toca en la historia.

Esa noche, Marco volvió a escribir. No todo le salía claro. A veces dudaba. Pero cada palabra lo acercaba más a algo que no sabía nombrar, pero que empezaba a sentirse como un primer paso.

No sé por dónde empezar

Pasaron dos días sin volver al parque. Marco siguió escribiendo, aunque sin orden. Algunas frases eran preguntas, otras recuerdos. Cada tanto, se levantaba de golpe, salía a caminar o simplemente se quedaba mirando la taza de café ya fría.

Una tarde, abrió la libreta y escribió una frase que lo incomodó: “Tal vez no quiero cambiar, solo quiero tener razón.”

La cerró de inmediato. Fue al baño, se echó agua en la cara y se miró al espejo. Tenía la misma expresión de siempre, pero esta vez se reconoció sin filtros, sin buscar culpables ni consuelos.

Decidió hacer una lista de todas sus quejas, esas frases que se repetía a diario sin detenerse a pensarlas. Escribió: quejarse del tráfico, criticar el clima, echarle la culpa al gobierno, decir que los jefes nunca valoran a nadie, hablar mal de los compañeros, decir que no tenía tiempo, que todo estaba caro, que la suerte no lo acompañaba, que la vida era injusta, que nadie lo entendía, postergar llamadas importantes.

Frente a cada punto, escribió dos preguntas simples: “¿Qué gano con esto?”, y “¿Cómo puedo cambiar esta situación?”.

Se quedó observando esa lista con atención, sorprendido por ver en palabras tantas ideas que llevaba tiempo arrastrando sin cuestionar. Algunas frases le resultaban absurdas al releerlas. Otras, dolorosamente familiares.

Se dio cuenta de que muchas de esas quejas eran formas encubiertas de evitar responsabilidades.

Les planteaba preguntas que desmantelaban sus certezas y abrían caminos hacia el cambio. Releyó la lista en voz baja, con la vergüenza de quien se ve reflejado en sus propios errores y la decisión de no volver a esconderse detrás de ellos.

No sabía por dónde empezar, pero ahora sabía que no quería seguir igual.

Se sorprendió al ver cuántas de esas acciones lo alejaban de lo que quería. Se sintió torpe. Y también aliviado.

Esa noche llamó a su madre. No hablaban desde hacía semanas. Ella se alegró tanto de escuchar su voz que, por un momento, Marco sintió un nudo en la garganta. No pidió disculpas. Solo la escuchó y le habló con calma.

Al día siguiente se levantó temprano, se vistió con una camisa limpia y fue a dejar su currículum en una tienda del centro. No era su trabajo soñado, pero lo sintió como un gesto de respeto hacia sí mismo. Una forma de volver a empezar, sin dramatismo ni excusas.

Por la noche, volvió a escribir. Esta vez eligió enfocarse en el presente. Escribió sobre ese día, sencillo, pero lleno de significado: la llamada a su madre, el saludo cordial en la tienda, el momento en que entregó su currículum con una sonrisa contenida.

No se describió como víctima ni como un héroe, solo como alguien que, con cada gesto, estaba aprendiendo a avanzar con más claridad y menos ruido.

El día que dejé de culpar al mundo

Había pasado una semana desde aquel primer encuentro en el parque. Marco caminaba por el mismo sendero, esta vez sin prisa, con la libreta en la mochila y la mirada menos cargada. El aire fresco de la mañana le parecía más liviano, como si también su cuerpo comenzara a soltar pesos invisibles.

Se detuvo frente a la banca donde solía sentarse. Julián no estaba, pero no lo esperaba. Se sentó igual, sacó la libreta y la abrió en una página nueva. Esta vez no escribió recuerdos ni quejas. Anotó lo que había hecho en los últimos días: la llamada, la caminata, la entrega del currículum, la decisión de preparar su comida en casa, la conversación amable con una vecina. Acciones pequeñas, pero suyas.

Se dio cuenta de que no necesitaba que todo cambiara de golpe. Bastaba con tomar decisiones conscientes, una a una, desde un lugar distinto. No para complacer a nadie. Tampoco para aparentar fuerza. Solo para estar en paz con lo que elegía cada día.

Mientras escribía, un grupo de niños jugaba cerca. Uno tropezó y cayó. Se levantó rápido, miró a los demás y siguió jugando. Marco lo observó en silencio. Sintió que esa imagen resumía bien lo que ahora entendía: no se trataba de no caer, sino de aprender a levantarse sin buscar culpables.

Guardó la libreta. Se puso de pie y respiró hondo. Miró al cielo, luego al camino que tenía por delante. No era un camino trazado ni previsible, pero era suyo. Y estaba listo para caminar sin miedo.

De camino a casa, pasó frente a una pequeña librería. Entró sin pensarlo. Buscó un libro sobre desarrollo personal y lo compró. Cuando salió, se prometió dedicar unos minutos cada día a leer, aprender y a seguir escribiendo. Sentía el deseo genuino de crecer con intención y hacer de cada día un paso consciente hacia una versión más plena de sí mismo.

Esa noche, antes de dormir, escribió una sola frase:

“El mundo sigue siendo el mismo. Pero ahora yo soy diferente. Y eso lo cambia todo.”

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